FRAGMENTO DEL LIBRO

CINCO VERANOS EN MOTO

CAPÍTULO 1: TURQUÍA (2007)

En casa había muchas revistas de motos y viajes, era fácil encontrar un artículo interesante. También era fácil que se me traspapelara y, al intentar localizarlo, acabase leyendo otros y olvidando el que buscaba. Pero guardo un recuerdo especial de un par de ellos.

En el primero, dos parejas de Barcelona llegaban hasta Estambul en sus respectivas Vespas. Me encantaba ver las fotos de unas motos tan livianas cargadas con bolsas de deporte e incluso con tienda de camping. Era una época en la que tampoco se perdía demasiado tiempo en encontrar los materiales más resistentes y ligeros del mercado. Si se me permite el comentario nostálgico, creo que había más interés por el viaje en sí y la propia experiencia que por el modelo de moto o de cámara que se pudiera llevar. Aquellas parejas se separaban durante varias jornadas hacia diferentes destinos, sin darle excesiva importancia a no reencontrarse. Les bastaba con citarse en un punto y día más o menos concretos. Contaban que una mañana, mientras rodaban separadas, ambas perdieron el equilibrio y sufrieron una pequeña caída con sus respectivas motos sin serias consecuencias. Cuando se reunieron de nuevo, dedujeron, tras leer los periódicos, que acababan de sobrevivir a un repentino terremoto en Grecia.

En el segundo artículo, un par de amigos iban más allá y se atrevían a cruzar Turquía hasta llegar a la frontera con Armenia e Irán en dos Yamaha XT. Las fotos eran espectaculares, sobre todo la del Monte Ararat (5.137 metros) donde, según la Biblia, se encontraba el Arca de Noé y, aunque no consigo creer en ningún Dios, admito que la historia me interesó muchísimo. Cuanto más leía, más ganas tenía de ir: el Estrecho del Bósforo, la ciudad de Troya, la montaña de algodón, las numerosas ruinas romanas, los mercadillos y la idea de que pisaría un poquito de Asia con la Honda, eran motivos más que suficientes para decidirme a ir a verlo todo por mí mismo. Además, el verano anterior había estado en Marruecos, donde fui a comprobar in situ si me gustaba viajar en moto sin llevar nada programado y alojándome en las casas de los lugareños. Puesto que la experiencia fue positiva, estaba decidido a dar una vuelta de tuerca más y probar Turquía como nuevo destino de mis vacaciones.

Aquellas semanas me dediqué a entrar en internet y buscar imágenes de Turquía. Seleccionaba las que me parecían más interesantes. A continuación, situaba sus respectivas localizaciones en un mapa y, con un rotulador fluorescente, los unía. De este modo, paso a paso, iba confeccionando mi propia ruta. El hecho de que Turquía sea fronteriza con Siria, Irak e Irán no me inquietaba demasiado. Tampoco que el territorio donde se encuentra el Monte Ararat se considere Kurdistán me parecía un motivo lo bastante serio como para cambiar de destino. Además, pensaba que, en el poco probable caso de que llegara de forma fortuita a una zona de conflicto, me bastaría con dar media vuelta y volver a la parte más turística. La distancia no suponía un gran inconveniente, pues desde Barcelona a Estambul hay tres mil kilómetros de autopista. De ahí a Dogubayazit, un pueblo situado al pie del Monte Ararat, unos mil quinientos más. Un buen plan.

Recuerdo que el primer día de viaje, empecé con mucha ilusión y con la sensación de llevarlo todo más o menos organizado. Pero al poco de ir rodando surgió el primer contratiempo cuando, antes de llegar a la frontera de Francia, en La Jonquera, saltó la luz de la reserva y me quedé sin gasolina. Tuve que soportar la lógica mirada de guasa del operario del servicio de asistencia en carretera. Afortunadamente, continué la ruta alojándome en campings de Francia e Italia sin contratiempos destacables. Pero viajando en moto las incomodidades están a la vuelta de la esquina y, cuando llegaba a Eslovenia, el clima empezó a cambiar, lo cual no dejaba de sorprenderme, pues cada verano escuchaba noticias de olas de calor en la zona de Grecia y Turquía. Además, por aquel entonces no teníamos tanta obsesión por la seguridad y pensé que ir en tejanos y zapatillas de deporte era la mejor idea.

Nada más lejos de la realidad: el tiempo empeoraba por momentos, así que entré en Serbia bajo una tormenta espectacular y con un frío que no me abandonaría hasta llegar a Turquía. Ataviado con bolsas de supermercado en los pies, un precario chubasquero y con varias capas de ropa, continué con la lluvia y el granizo como compañeros de viaje. Definitivamente, ir en moto es exponerte a la adversidad. Llegó un punto en que ya me sentía como un experto en la predicción del tiempo durante la ruta. Sin dejar de conducir, miraba el cielo y el mapa intentando adivinar si la carretera pasaría entre dos espesas nubes y evitaría así la inminente tormenta. Llegué a la extraña conclusión de que, aunque no se puede oler el agua, de algún modo sí se podían oler los chaparrones. Bajo la intimidad del casco empecé a considerarme una autoridad en la lectura del cielo y me gustaba pensar que ya era todo un entendido a la hora de distinguir tanto los tipos de nubes como sus intenciones. Su color, su textura, su altura y, sobre todo, la velocidad y la dirección hacia donde les empujaba el viento eran determinantes en mi pronóstico.

Al llegar a las afueras de Belgrado, decidí pasar la noche en un curioso motel de carretera con aires comunistas. Cuando el dueño me llevaba hacia la habitación, vimos salir del que sería mi lavabo a uno de los camareros fumando un cigarro y abrochándose los pantalones. Me pareció raro, pero lejos de molestarme se me escapó la risa y me adentré en el que sería mi lugar de reposo. Con colillas en los ceniceros, sábanas arrugadas y el lavabo sucio, se adivinaba que la habitación era utilizada por los trabajadores del establecimiento como local social.

Llegué a Sofía el día que la Honda cumplía sus primeros cien mil kilómetros. Me alojé en una casa de citas reconvertida en motel y que mantenía la decoración del antiguo negocio. Como fue la policía búlgara la que me sugirió aquel sitio, decidí confiar en ellos y quedarme a dormir. La cena fue en la antigua discoteca, con luces rojas y música estridente, amenizada con sugerentes bailes de chicas ligeritas de ropa, en una barra americana modelo película de los años ochenta. Hasta altas horas de la madrugada, desde la habitación se escuchaban risas, ruidos, portazos y otros sonidos extraños convirtiendo el motel en algo parecido a una desenfrenada despedida de solteros sin ninguna clase de miramientos. Como no me sentía muy cómodo, madrugué un poco. En cuanto amaneció y a pesar de la constante lluvia, cargué las alforjas y continué hacia la frontera con Turquía.

A media tarde accedí a las instalaciones de la aduana armado de paciencia y preparado psicológicamente para un mínimo de ocho horas de espera antes de entrar en territorio turco. Por suerte me equivoqué y al poco rato ya tenía solucionados los trámites burocráticos y cruzaba orgulloso la frontera. Turquía me daba la bienvenida con una primera imagen un tanto impactante, pues tenía la impresión de que la mayoría de los coches eran viejos, destartalados y conducidos a unas velocidades que ponían los pelos de punta. Allí se comunicaban a bocinazos y se gritaban continuamente. También, existían infinitas líneas de autobuses cubiertas por feroces furgonetas que se movían a gran velocidad. Al llegar a una estación tocaban el claxon con furia para que los viajeros que quisieran subir se enterasen. Los pasajeros subían y bajaban con agilidad, alentados por los gritos del ayudante del conductor, normalmente adolescentes de carácter fuerte. Al mismo tiempo, los otros coches pitaban en previsión de que estos autobuses saliesen de la estación sin más. Una vez que la gente había subido, arrancaban de forma agresiva.

En los semáforos y los adelantamientos pasaba lo mismo, era imposible relajarse. A mí me pitaban para saludarme y teniendo en cuenta que en Europa esto se puede considerar un insulto, provocación o falta de respeto, me costaba no mirarles mal. Pero al hacerlo ellos me correspondían saludándome con energía y tan contentos. Si la lección número uno del viaje era acepta que el lavabo de tu habitación puede ser utilizado por otros hasta que te instales, la lección número dos era sonríe si te pitan, pues aquí es una tradición y no un insulto.

Pasé mi primera noche en Turquía en un pequeño camping. Se trataba de un negocio regentado por una familia tradicional. Por la noche me invitaron a compartir mesa con ellos, pues, pese a ser verano, aquel día yo era el único cliente. El padre era muy corpulento y presumía de ser el creador del negocio. Era bizco y mientras con un ojo me miraba atentamente, con el otro apuntaba al más allá. Me daba la sensación de que intentaba averiguar lo que pensaba de él. Por miedo a incomodarle decidí adoptar la técnica que me enseñó mi hermano de pequeño: «Mírales el entrecejo, nunca falla».

Aquel tipo se mostraba más afectivo con su perro que con cualquier miembro de su familia, por no hablar del trato heteropatriarcal del que hacía gala en todo momento. Durante la cena, cuando hablaba, era tan categórico en sus argumentos que entre líneas se delataba inseguro. Se le notaba torpe en el debate y ante todo le atraía lo rotundo. Parecía tener miedo a perder autoridad y para evitarlo, adoptaba un vocabulario y una actitud corporal que, lejos de infundir respeto, me parecía un tanto triste para todos, incluido él mismo. No negaré que me incomodaba bastante que cuando se dirigía a mí, lo hacía en un tono amable que nada tenía que ver con el que empleaba con los suyos. Además, intentaba convencerme de extrañas ideas de negocios que yo no acababa de ver claras, pero para aquel entonces ya dominaba la técnica de fingir interés por relatos de los que apenas me interesa el veinte por ciento. Aunque les estaba agradecido por su acogida, admito que sentí cierta pena por aquella familia.

Tras repasar las anotaciones del mapa, continué mi camino hacia el sur para llegar a tomar un ferry y cruzar el estrecho de Chanakkale. Por la tarde visité las ruinas de Troya y, emocionado, imaginaba que estaba pisando el escenario real de tan famoso capítulo de la historia. Aquella noche me quedé en un camping que aún hoy recuerdo como el más duro y sucio que he encontrado jamás, pero prefiero evitar entrar en detalles y centrarme en lo que pasó después.

Negocié el precio con el propietario y enseguida unos chiquillos me ayudaron a montar la tienda. Estaban ilusionados al ver la llegada de una moto tan grande al camping. Los tuve revoloteando a mi alrededor con curiosidad hasta que no pude menos que invitarles a subir a la Honda y animarlos a que disfrutaran dando gas. Atraído por el ruido del motor, se nos acercó un individuo en pantalón corto y camiseta vieja, de aspecto dejado, con dientes de caníbal y que recordaba a Steve McQueen en la última parte de Papillón. Tenía poco pelo, se le veía canoso y se adivinaba que se lo recortaba él mismo con una maquinilla eléctrica, poniéndose la misma medida tanto en la barba como en la calva. Mal hablando inglés y con una voz castigada por el tabaco y el alcohol, me sugirió unirme a su grupo de amigos, que se encontraban unas mesas más allá, justo delante del mar. Accedí y le prometí hacerlo tras comer algo. Al terminar la cena me senté con ellos, era mi primera noche entre turcos. Empezamos con lo banal: a qué se dedicaban y cómo era su día a día. Pero, pasados unos minutos, uno de ellos, al que adiviné tartamudo, me dijo algo en turco que por supuesto no entendí mientras me miraba con los ojos bien abiertos. Busqué impaciente a Papillón, para que tradujera cuanto antes algo que parecía bastante serio y me señaló a su amigo explicándome que intentaba decirme que los allí presentes eran kurdos. Me contaron el difícil momento que se vivía en la zona del Kurdistán, mientras les escuchaba con atención.

—A ver si lo entiendes, chico —dijo Papillón dibujando un mapa en el suelo con un palo—. Esto es Turquía, esto Siria, esto Irak, esto Irán, esto Armenia y esto de aquí es Georgia. ¿OK?

—Sí.

—Pues aquí, entre Irak, Irán, Turquía y un poquito de Armenia, está el Kurdistán, ¿OK?

—OK.

—A nosotros nos bombardean los dos: Turquía por el norte y los antiguos seguidores de Saddam Husein por el sur. Los americanos nos dan armas para que ataquemos a los iraquíes, siempre dosificando la cantidad, porque si no, seríamos demasiado fuertes y podríamos conseguir ganar a Turquía y ser independientes, ¿OK?

—Y encima, Turquía está en la OTAN —intervine.

—Claro, chico, ya lo vas entendiendo. Vender, comprar y atacar; vender comprar y atacar —decía dibujando un círculo en el aire con el dedo índice—. Money, money. El pez que se muerde la cola —susurraba con sonrisa malévola.

La cosa avanzó hasta que mencionó a España y los grupos terroristas que en el pasado hubo en nuestro país. No quise meterme en ese tema y, para relajar el ambiente, saqué mi primera cámara digital y les propuse hacernos unas fotos. Accedieron y lo que siguió a continuación fue una divertida sesión de instantáneas.

Cuando llevábamos un rato y alguna cerveza de más, Papillón me miró serio:

—Aquí puede haber problemas, ven con nosotros.

—¿Qué clase de problemas? —pregunté.

—Tú ven con nosotros al camping de al lado, vamos, coge tus cosas importantes.

Fui a la tienda y, entre temeroso e intrigado, tomé el pasaporte, algo de dinero, el móvil y las llaves de la Honda. Me encantaba el plan de irme con los malos y ver dónde me querían llevar. Caminé con Papillón y el tartamudo por la playa de noche, escuchándolos hablar en turco, intentando en vano entender alguna palabra u obtener alguna pista de lo que decían. Una parte de mí pensaba en el posible lío en el que me estaba metiendo, y, por otro lado, sentía demasiada curiosidad para volver a la seguridad de la tienda. Empecé a visualizar qué pasaría si me hiciesen algo, pero descarté el peor de los desenlaces, puesto que, llegado el caso, volvería allí con la policía y eso podría causarles muchos problemas. Ante este escenario de pensamientos propios de un libro de Stephen King, decidí dejar de imaginarme el final más sanguinario y permitir que las cosas avanzasen por sí mismas. Cuando llegamos a la verja metálica del camping, esperamos a que no hubiera nadie mirando, hasta que Papillón se decidió y tiró con fuerza hacia arriba abriendo un hueco a ras del suelo, indicándonos con su voz ronca que nos fuéramos colando. Le hicimos caso y arrastrándonos entramos al recinto. Nos metimos en una vieja y destartalada tienda tipo iglú en la que apenas cabían cuatro personas sentadas. El tartamudo sacó de una bolsa de supermercado dos botellas de whisky, una de refresco de cola y unos vasos de plástico, y Papillón por su parte, con actitud de alumno travieso empezó a desenvolver un pequeño paquete envuelto en papel oscuro que guardaba en los calzoncillos. —¡Marihuaaana, Ricaardo! —dijo, buscando mi complicidad.

—Eso aquí puede resultar peligroso —comenté de acuerdo a lo que había leído en Internet sobre ese tema. Sin embargo, era el momento de decir sí. Si estaba allí con ellos, era porque en el fondo quería disfrutar del viaje sintiéndome libre y dejando atrás cualquier muestra de tabú.

—Todo lo bueno de esta vida es peligroso. ¿No crees? —contestó riendo y mirando al tartamudo, que ya preparaba unos combinados y al que pidió algo que no pude entender. Éste le alargó un mechero y una extraña pipa. Cuando terminó de rellenarla, la encendió y me la pasó. Lo estábamos pasando bien entre rondas y risitas hasta que, de forma inesperada, el tartamudo enmudeció. Parecía haberse acordado de algo importante que no dudó en compartir con Papillón en tono grave.

—Mi amigo dice que se te ve demasiado despreocupado —apuntó con seriedad—. Y cree que si sigues así por Turquía, pronto vas a tener problemas con la policía. Será mejor que borres las fotos en las que aparecemos nosotros —lo entendí a la primera y, sin preguntar, opté por borrarlas todas.

Al cabo de una hora, lo que habíamos bebido y fumado nos empezó a hacer más efecto. Entonces el tartamudo, ya en plena fase de paranoia, fue más lejos y nos dijo que teníamos que dividir entre nosotros lo que quedaba de marihuana porque, en caso de que viniera la policía, sería mejor que estuviera repartida.

—Cuidado, chico. Solo por esto, aquí en Turquía te caen cuatro añitos de cárcel sin que puedas preguntar por qué —me dijo Papillón con los ojos rojos y alargándome mi parte. Me quedé un tanto alarmado con el comentario, pero aguanté la expresión y la guardé en el llavero de la Honda, que tenía forma de monedero.

Poco después entraron en la tienda un chico y su novia, que al parecer eran amigos del grupo. Tras presentarnos, pasados unos minutos, ella empezó a mirarme, creo que flirteando, y a jugar conmigo haciéndome repetir frases en turco. Acepté el juego, cosa que al novio no le agradó pues de repente se despidió de nosotros y salió de la tienda un tanto malhumorado. Aunque debido a mi estado no me importó demasiado. Más tarde, mientras ella misma me explicaba que era la hermana de Papillón, vi que éste me observaba con cara de hiena, respiré hondo e intenté llevar la situación lo mejor que pude. La joven estaba dando un paso más en su juego y empezaba a rozarme con los pies al mismo tiempo que, riendo, le decía algo al oído a su hermano.

—Mi hermana me pregunta si crees que es guapa y si te gusta —me lo dijo con su voz ronca, serio y mirándome a los ojos. Para aquel entonces ya había visto muchas sagas de Al Pacino y Robert de Niro.

—Amigo, dile a tu hermanita que no soy yo quien tiene que responder a esa pregunta —se hizo el silencio. Hasta que mirando al suelo y negando con la cabeza empezó a reír sin parar. Debió gustarle lo que dije porque me chocó la mano lleno de energía diciéndome que sabía que no era fácil salir airoso de un momento así. A continuación, prometió tratarme como a alguien de su familia, jurando y perjurando que si alguna vez en Turquía alguien se atreviera a hacerme daño, no dudaría en pasar por encima de él con todas sus fuerzas, discurso que acompañaba mirándome con los ojos bien abiertos y mostrándome su puño fuertemente cerrado. Intenté mantenerme serio ante semejante comentario, hasta que serené los ánimos con la más agradecida de mis sonrisas. Pero ya tenía bastante dosis de tipos duros, simulé estar más cansado de lo que en realidad estaba, y dije adiós a mis malas influencias para volver al camping paseando por la playa y pensando en lo que me acababa de suceder.

A la mañana siguiente, resacoso y con ligera diarrea, tuve que recoger la tienda y cargar bien rápido la Honda, pues a cada minuto que pasaba al sol, sentía que la temperatura subía como mínimo un grado. Tomé el desvío dirección a Pammukale, el Castillo de Algodón, ésa es la traducción del nombre de una montaña de la que no para de brotar agua, con una altísima concentración de cal, dando al paisaje un aspecto de nieves perpetuas. El entorno es de gran belleza e interés turístico. Al llegar coincidí con un grupo de turistas rusas que se hacían fotos en biquini, lo que me hizo perder la concentración mirando a una de ellas y se me cayó la cámara digital al suelo, con tan mala suerte que fue a parar justo en un charquito, quedando al instante totalmente inservible. Disgustado por ello, seguí la visita turística y subí al punto más alto, donde se encuentra la antigua ciudad de Hierápolis, unas ruinas grecorromanas que aún se conservan en buen estado. Me resultó interesante el sistema de distribución de agua que empleaban los romanos, a base de pequeños canales que, en el caso de que alguien no pagara sus respectivos impuestos, eran cerrados cortándole de inmediato el suministro.

Al atardecer fui a visitar la ciudad de Denizli para buscar sin resultado alguno otra cámara digital barata, perdiéndome entre sus calles y sin darme cuenta de que se me hacía de noche. Cuando llegó la hora de volver, me di cuenta de que había olvidado dónde estaba aparcada la Honda y que no tenía ninguna referencia para preguntar. Intenté no perder los nervios y no alejarme demasiado de las zonas que me resultaban familiares. Me costó un par de angustiosas horas dar con ella. Sudando pero aliviado, por fin volví al hotel.